Eran las nueve de la mañana en un hostal de Tibilisi. Tras levantarse, asearse y conseguir un desayuno gracias a la amabilidad del hostalero a cambio de servicio más adelante, Ayten salió por fin a la calle.
Estaban en pleno diciembre, sin embargo, ella no tenía frío. La verdad, no recordaba cuando había sido la última vez que lo había tenido. Últimamente no pensaba mucho, no después de haber abandonado Azerbaijan, hacía ya dos años. ¿O eran tres? Ayten sacudió la cabeza efusivamente, y se sacó una caja de cigarrillos del bolso que había robado hacía unos meses en Tekali. Asegurándose de que nadie la veía, se sacó uno y, tras unos segundos de concentración, se encendió solo.
Ayten había descubierto su poder sobre el fuego casi al mismo tiempo que abandonó Jabrayil. Ocurrió meses después que los de Nagorno-Karabakh anexionaran su hogar a su territorio por la fuerza. A varios valientes se les ocurrió un plan suicida para echar a los invasores, pero fracasó. Como castigo, la mitad de las casas de Jabrayil ardieron ese día, incluyendo la suya. Recordaba que sólo había pensado que su madre estaba dentro, y que tenía que salvarla. También recordaba otro detalle de vital importancia: no se había quemado.
Esa misma semana había decidido huir de esa situación y probar suerte en otros lugares. Recordó que poco a poco fue haciéndose amiga del fuego, hasta que aprendió a domarle. Y a ella le encantaba esa sensación de control sobre algo tan descontrolable.
Tras fumarse el cigarrillo, pensó en lo que haría hasta medio día, donde tendría que ayudar a Kakhi con la comida en el hostal. Se decidió por ir a comprar el periódico, para ver algún anuncio de trabajo. Cada vez se alegraba más de que su tío se hubiera empeñado en enseñarle georgiano, y aún más de que en Georgia también hablaran algo de azerí. Se disponía a desperezarse para encaminarse hacia la papelería más cercana, cuando percibió que la estaban observando. Se dió la vuelta, y descubrió a un joven mirándola descaradamente.
El joven no aparentaba más de treinta años, y seguía una estética heavy, con chupa de cuero y pantalones de pitillo. Su cabello era lo que más destacaba de él, ya que lo llevaba de los colores del fuego, y con una textura similar al mismo. Sus ojos eran rojos e inquietantes, y tenía la piel de un tono rojizo, como si se hubiera quemado tomando el Sol.
-შემიძლია დაგეხმაროთ რაღაც?-le espetó en georgiano. El extraño joven soltó una risita, y se acercó un poco más a ella, sin dejar de mirarla.
-Pues claro que puedes ayudarme-le respondió en un perfecto azerí.-Puedes venir conmigo-acto seguido le agarró del brazo y, en menos de un segundo, los dos habían desaparecido de ese lugar.
Al despertarse, lo primero que notó Ayten era que estaba rodeada por blanco. Mirase a donde mirase, solo veía blanco. Hasta la ropa que llevaba era de ese color, una sencilla túnica con un extraño símbolo dibujado de un tono gris claro. Lo segundo de lo que se percató fue de que le dolía la mano izquierda. Se la miró, y descubrió un tatuaje con una forma parecida a la de ondas en la superficie del mar grabado en ella. Se quedó mirándolo un buen rato, sin saber que más hacer, hasta que poco a poco el tatuaje fue desapareciendo, y se convirtió en apenas unas líneas dibujadas sobre su mano, que parecían fácilmente borrables.
Por último, descubrió que estaba tumbada sobre una gran cama, en una habitación. Se levantó y, pisando el frío suelo con los pies descalzos, abrió la puerta que había al otro lado de la sala.
-Veo que se ha despertado, señorita-le habló uno de los dos guardas que habían apostados frente a su puerta. En un principio no les había visto, ya que parecían estatuas que formaban parte de la decoración del largo pasillo que se extendía ante ella. Eran idénticos el uno al otro, de piel nívea, ojos grises y cabello blanco. Los dos llevaban una armadura del mismo color, con delicadas filigranas plateadas repletas de símbolos, entre los que figuraban el que ella llevaba grabado en su túnica. Ambos llevaban como única arma una lanza de la misma longitud que ellos, de madera blanca y punta expertamente afilada.-Debemos llevarla ante El Observador-Acto seguido uno se colocó detrás suyo, y otro se quedó delante, y empezaron a caminar, obligando a Ayten a hacer lo mismo.
Tras un tiempo caminando por un largo pasillo de inmacularidad nívea, que a Ayten se le hizo eterno, llegaron frente a una doble puerta, tan alta como la pared misma, de color plateado, y guardada por dos hombres iguales a los que iban con Ayten. Tras intercambiar una mirada, los que guardaban la puerta quitaron un tablón de madera que actuaba como cerradura de ésta, con lo que se abrió, mostrando un gran y extraño salón.
El suelo estaba cubierto por un manto de hierba fresca, y un trozo de cielo estrellado, en el que reinaban tanto la Luna como el Sol, se veía sobre él. A sendos lados del salón antorchas iluminaban la sala, y varias cascadas daban paso a varios riachuelos que confluían en un lago en el centro de la sala, sobre el cual se situaba un trono del color del oro, con grabados en él con varios símbolos, entre ellos el que Ayten llevaba bordado en su túnica. Y, sentado sobre él, se encontraba el hombre más fascinante que había visto Ayten jamás.
Era calvo, de ojos verdosos felinos, orejas puntiagudas y labios morados. Por toda su cara se podían observar distintas marcas, tales como la que llevaba Ayten en la mano, y de los lados de su cabeza salían dos grandes cuernos negros que se enrrollaban como si fueran de un carnero. De su barbilla crecía una perilla del color de la medianoche, de la cual colgaban siete esferas con un símbolo cada uno. Vestía una túnica similar a la de Ayten, pero el símbolo que tenía bordado se asemejaba a un agujero negro. Era bastante alto, y sus manos y pies, los cuales tenía al descubierto, eran de dedos alargados y huesudos.
Por toda la sala observaban distintas criaturas, todas parecidos a humanos, pero algunas con alas, otras con cuernos, e incluso estaban las que tenían escamas. Todas tenían en común que eran calvas, y también tenían extrañas marcas por su cabeza. Sus túnicas, sin embargo, no llevaban nada bordado.
Los guardias llevaron a Ayten frente al trono, y acto seguido, se arrollidaron frente a él, al mismo tiempo que todos los demás acólitos lo hacían. Ayten, sin embargo, se quedó de pie.
-Bienvenida, Dueña del Fuego-su voz retumbaba por todos los rincones de la sala, colándose en lo más recóndito del alma.-Tu nombre es Ayten, ¿no es cierto?
-Sí-le respondió ella, haciendo acopio de valor.-¿Quién eres tú y por qué me llamas Dueña del Fuego?
-Me imagino que tendrás dudas, Ayten-se recostó en el asiento.-No te preocupes, no quiero hacerte daño. Yo soy El Observador, aquél que vela por el Todo.
<<¿El Todo?>>-pensó Ayten, confusa.
-Verás, querida, el Universo necesita de protección para no acabar sucumbido por el mal. Y esa protección, soy yo-extendió los brazos para abarcar la sala.-Todo esto, en realidad. Estamos en el Centro del Todo, un lugar apartado del plano real, creado con la única misión de garantizar la paz y la estabilidad en el Universo. Yo, junto con mis acólitos, soy el que sostiene el Universo para que no caiga al vacío. Algunos me llaman «Dios», otros «Ente» o incluso «Eso», pero todos coinciden en una cosa: sin mí, nada existiría.
-¿Y qué pinto yo en todo esto?-preguntó Ayten, al tiempo que intentaba asimilar frente a quién estaba.
-Ya te lo he dicho antes: eres la Dueña del Fuego-sonrió levemente al ver a Ayten fruncir el ceño.-El Universo no podría ser mantenido sin unos elementos que le ayudaran a funcionar, al igual que un humano no podría vivir sin unos elementos básicos para su organismo. Estos elementos son-se llevó la mano hacia su perilla y fue apuntando a cada una de las esferas que llevaba colgadas,-el fuego, el viento, el agua, la tierra, la luz, la oscuridad, y el que los mantiene unidos, la mente. Normalmente, El Observador es decir, yo, suelo controlar todos para poder estabilizar el Universo pero, en ocasiones de extrema emergencia, es mi deber separarlos y enviarlos a alguien que pueda controlarlos mejor, de forma que los elementos se hagan más poderosos, y ayuden a estabilizar de nuevo el Universo.
-Así que me enviaste a mí el elemento del fuego-asumió Ayten. El Observador asintió.-Y, ¿qué es ese estado de extrema emergencia del que hablas? ¿Cuál es el peligro?-De repente, la cara de El Observador se ensombreció.
-¿El peligro? Llámalo mejor el Fin. Nos estamos enfrentando al Apocalipsis y a sus guerreros-la cara de Ayten se desfiguró del horror, y comenzó a temblar.-Tiembla pequeña, porque es lo que sucederá si tú y los otros Portadores no los detenéis. El Apocalipsis ha despertado de su sueño de mil milenios, y quiere cumplir su objetivo, por el cuál el existe: llevar todo el Universo al Fin. Sus guerreros, Guerra, Peste, Muerte y Hambre son los medios por los cuales va a intentar conseguirlo, y son a los que deberéis derrotar.
-¿Y al Apocalipsis? ¿No lo podemos derrotar?-El Observador soltó una risita de histeria.
-El Apocalipsis no se puede derrotar.
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